Si entendiéramos la indignación como el verbo en el que una persona se transforma en indigna, y por lo tanto no merecedora de algo. ¿Qué es lo que creemos que no nos estamos mereciendo? Cuando un hijo, por ejemplo, no se siente merecedor del cariño de su padre, aparte del sufrimiento que eso le podría generar, es muy posible que deje secuelas en su estructura psicológica, y por consiguiente, lo haga comportarse de una manera particular, probablemente con menos seguridad personal entre otras cosas.
Entonces en este momento de tanta indignación ¿qué es lo que está en riesgo? Si miramos a nivel global, hay muchas manifestaciones al respecto, países enteros movilizados en pos de algo, con demandas diversas: participación, libertad, educación, equidad, etc. Muchos manifestando su hastío en relación con un sistema del cual se sienten excluidos. “No somos antisistema, el sistema es anti nosotros”. Esta frase aparecía en una pancarta en alguna de las manifestaciones en España, y gracias a las redes sociales ha sido usada en diversos lados. Pero ¿qué significa realmente que el sistema sea anti nosotros? Quiere decir que está la percepción que la participación es accesoria y no se refleja en cambios, que la desigualdad va creciendo y por lo tanto el descontento, donde los creadores/organizadores/administradores del sistema, ya no saben qué hacer con la participación de las personas, con la posibilidad de opinar, de difundir, de coordinarse.
Está apareciendo una ciudadanía con ganas de ser ciudadana. El riesgo es no sentirse digno de eso. O más bien dicho, que los poderes crean que no somos dignos de ser ciudadanos. Estamos habitando cambios importantes en todos los niveles. En los bordes aparece la transformación. La indignación nos lleva a recuperar la dignidad perdida, a volver a vivir en democracia, a ser ciudadanos activos. Y si para eso se requieren cambios, bienvenidos sean.